Cien
años han pasado desde que por el Tratado de Versalles se fundaba la "Sociedad
de Naciones", germen de lo que hoy son las Naciones Unidas. A través
de la pluma de Salvador de Madariaga, voy conociendo un poco de los entresijos
de aquella organización que. al igual que ocurre con la actual ONU, poco o nada
lograba en relación con los medios, personas, y gastos que generaba.
Largo
y prolijo sería relatar (y llevo unas pocas páginas) el enorme entramado de la
tal institución. Una organización que, por cierto, mangoneaban un par de
naciones (Francia e Inglaterra), las cuales no se ponían de acuerdo ni tan
siquiera en cómo había que denominarla si "Sociedad de Naciones" o
" Liga de las Naciones".
Ni que decir tiene el tiempo que se perdía
en ponerse de acuerdo en las transcripciones de los documentos. Una misma
palabra de diferente sentido en ambos idiomas, podía dar al traste con decenas
de días de trabajo, y reuniones.
Existían
Comisiones, subcomisiones, grupos de trabajo para casi todo, con resultados
que, a mi como lector, me resultan frustrantes.
Leer
el relato de las reuniones de una Comisión de Desarme, provoca que como
ciudadano del mundo me plantee, la relación coste/resultados.
No
era extraño asistir (según las palabras de Madariaga) al defraudante
espectáculo de, logrado un acuerdo, cogido con alfileres; un cambio de gobierno,
antes de la firma, diera al traste con todo lo acordado.
Al
igual que hoy ocurre con ese enorme "Elefante" que es la ONU, la
madre de la criatura le marcó el camino de la ineficacia, y la ineficiencia.
Conseguir que el "elefante" levante una pata, cuesta un
"potosí". Que el "paquidermo" de un paso, eso es misión
casi imposible. Cuando nuestro mundo precisa con urgencia respuestas
inmediatas, a los problemas que surgen en cualquier lugar del globo; el "elefante" es incapaz de romper la "tela de araña" que le envuelve.
Cuando el "mamífero placentario" logra ponerse en marcha, el mal es
irreconducible.
Muchas
esperanzas se pusieron aquel mes de junio de 1919 en la "Sociedad de
Naciones". Demasiadas, quizás, vistos los magros resultados que se han
logrado a lo largo de un siglo. Su primer fracaso fue, su incapacidad para
evitar la segunda gran tragedia que asoló el mundo.
Una
tragedia que se anunció con la suficiente antelación como para haberla evitado.
Pero, más preocupados por el lugar que los representantes de los países
ocupaban en las mesas; valorando la calidad de los canapés que se servían en
las diferentes delegaciones, fueron incapaces de ver; o simplemente no
quisieron, lo que ocurría a su alrededor, sobre todo en Alemania, desde los
comienzos de la década de los años treinta.
Mientras
las muy extensas reuniones de comisiones y subcomisiones sobre desarme perdían
el tiempo intentando regular la producción de aquellos productos químicos
potencialmente utilizables para la fabricación de explosivos; los gobiernos de
Alemania trabajaban a marchas forzadas para lograr un rearme que, en teoría, y
según los acuerdos del Tratado de Versalles, les estaba vetado.
Mientras
unos y otros discutían sobre cuál era el verdadero alcance la palabra
"desarme"; y si ese concepto era de aplicación por igual a todos los
miembros integrados en la Sociedad de Naciones; las fábricas y los astilleros
alemanes producían a discreción todo tipo de armamento y municiones para una
contienda que estaba en la mente de todo el pueblo alemán, que se sentía
humillado por los términos que se tuvieron que aceptar en el armisticio de 1919.
La
hija única de la Sociedad de Naciones, cambió las orillas del Lago de Ginebra,
por las riberas del río Hudson; pero, mantuvo, y mantiene, las esencias
genéticas de su madre. Y hoy, cien años después, poco han cambiado las cosas.
Sólo ha variado el tamaño, y el ingente número de burócratas que viven de ese
ir y venir de despacho en despacho, de sala en sala, de comisión en comisión,
de asamblea en asamblea, sin lograr que algo cambie de verdad.
De
igual manera que ocurría en la Sociedad de Naciones, en la que todos se miraban
de reojo; en la que la desconfianza era la amiga inseparable de cada país; en
la que nadie se fiaba de nadie; hoy, nada de eso se ha superado; sino que se ha
aumentado con nuevos intereses económicos, militares, estratégicos de bloque.
Más
de doscientos países y sus burócratas correspondientes, inundan el edificio de Manhattan,
y sus múltiples delegaciones esparcidas por todo el mundo. El coste de tal
estructura administrativa, no creo que alguien lo sepa. Todo para no ser capaz
ni tan siquiera de poner un poco de orden y cordura, en un asunto tan sensible
como son los movimientos migratorios de millones de seres humanos que mueren en
mares y desiertos, sin que ninguno de los doscientos miembros de ese inmenso
"elefante" sea capaz de alzar la voz.
Para
lavar su propia incompetencia, la propia madre ha descargado su responsabilidad,
sobre esa legión de hijas alumbradas para que deslumbren a los ciudadanos, y de
esa manera no podamos ver lo que ocurre en el acristalado edificio neoyorquino.
Para
solventar las hambrunas, las miserias, los desplazamientos por causas de
guerras, hambres, o tragedias varias, realizan un anuncio publicitario, y nos
piden a nosotros que les ayudemos a solventarlo.
Mientras
degustan manjares en los estupendos restaurantes de la Quinta Avenida, nos
encojen el corazón con la imagen de un niño famélico; o muerto en brazos de su
abuelo al haber sido bombardeado su pueblo, situado en cualquier lugar del
mundo.
Todas
las esperanzas que algunos bienintencionados pusieron en la sede ginebrina de
la Sociedad de Naciones, han resultado fallidas; como tantas veces ocurre.
La
frase de Madariaga: "Nadie se fiaba de nadie", cien años después no ha
perdido un ápice de virtualidad.
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