El ilustre médico ingles Sydenham nos ha legado
una descripción de una epidemia de tos, acompañada de fiebre, que se
desencadenó en la Gran Bretaña en los últimos meses de 1657 y a la cual prácticamente
no escapó ningún súbdito de Su Graciosa Majestad. No es esta la única
descripción de la gripe que se encuentra en los anales de la Medicina, pues ya
la describió Hipócrates en el siglo antes de Cristo. Esta antigüedad de la
enfermedad la convierte en una de las dolencias que mayor numero de
denominaciones ha recibido. La denominación de “gripe” puede proceder de un vocablo
alemán “greifen”. En italiano recibió el nombre de “influenza”. La epidemia de
Paris del año 1414 recibió en nombre de “tac” por la rapidez con la que se
manifestaban los síntomas.
Nos referiremos en estas líneas a la gripe
española de 1918; año de gracia en el que se vivió el fin de La I Guerra
Mundial.
En un mundo convulso, a pesar del término de la
Gran Guerra, y de una no menos situación inestable en España, nadie paró
mientes en tu telegrama de agencia perdido en las páginas interiores de los
diarios y que decía escuetamente: En Dueñas se ha presentado una epidemia
gripal de la que hay 200 atacados.
Ajenas a estas preocupaciones, las gentes de bien releían
con fruición lo que las revistas chic insertaban en sus páginas
de moda. O se informaban del rotundo éxito del maestro Serrano con su zarzuela “la
Canción del Olvido”.
A pesar de nuestra neutralidad no nos libramos de
padecer las terribles plagas que todas las guerras traen consigo: hambre,
peste, e inmoralidad.
Nos azotaba cierta mortífera epidemia llegada a nuestro
suelo desde los frentes de batalla, y que reexportada a Francia se le dio en
llamar gripe española.
El entorno socio económico en el que se encontraba
España era deplorable, con hambre y miseria en las capas populares de la
población, a las que no habían llegado los beneficios derivados de nuestra neutralidad
en la Gran Guerra. La epidemia de Gripe no hizo otra cosa que entenebrecer el
oscuro panorama que se cernía sobre España.
Pese al creciente número de madrileños que
empezaron a guardar cama, las gentes de la Villa y Corte no se tomaron
demasiado en serio el virus gripal. La muerte de algún político de renombre fue
considerado un hecho coyuntural justificado por la edad. Pero, pronto las
gacetillas de prensa advertirán:
“En las oficinas del Estado y en entidades
oficiales y particulares sigue propagándose la dolencia que determina nuevas e innúmeras
bajas”.
A pesar de que hasta el mismo rey dio con sus
huesos en la cama, seguía sin tomarse en serio. Los optimistas de turno
llegaron a creer que esta gripe sería tan benévola como la padecida en 1890;
pero, las circunstancias que se daban en 1918 nada tenían que ver con aquellas.
La gripe de 1918 fue considerada como un efecto
derivado de la guerra: la fatiga de los combatientes, la debilidad de las
poblaciones subalimentadas y la miseria de los campos de prisioneros ofrecieron
a la plaga un terreno demasiado favorable.
La movilidad de personas por todo el orbe aportó su
granito de arena. En los puertos de Europa Occidental había un extraordinario
abigarramiento de gentes de todas partes de mundo portadores de cepas gripales diferentes,
que probablemente permitió el desarrollo de un virus híbrido extraordinariamente
virulento.
La alarma se insinúa a partir del 26 de mayo, en el
momento en el que se aprecia una elevación de la mortalidad habitual. Una
mortalidad que llegó en la capital del reino a más de cien personas diarias. A
escala mundial la morbilidad afectó entre el 50 o el 80 por ciento de la
población; y la mortalidad llegó a cifras relativas del 3 por ciento alcanzando
un número que superó los veintiún millones de almas.
Teatros y lugares públicos comenzaron a cerrar sus
puertas. Comenzaron a desbordarse las pasiones, y los rumores más infundados
comenzaron a tomar carta de naturaleza, Las gentes comenzaron a mirarse con
desconfianza por miedo al contagio. El agua, el café, el trabajo en locales cerrados,
los sermones de las iglesias, y los viajeros de allende nuestras fronteras, eran
tratados con recelo.
La situación sanitaria en España, a decir de
algunos, “sólo se encontraba en papel de oficio; pero, la organización activa
de laboratorios y personal idóneo, que es la base de la profilaxia biológica esa
no existe en España.
Los centros de enseñanza se cerraron, y la apertura
del curso se retrasó.
No ayudó tampoco mucho, el desplazamiento de los
veraneantes, que, del norte de España, trajeron la enfermedad a la capital.
En los inicios de 1919 la epidemia se ha extendido
por todo el mundo, inclusos Australia. Todas las medidas profilácticas se demuestran
ineficientes.
Un año después de iniciada la epidemia, en España
se estimaron que un total de ocho millones de ciudadanos fueron los afectados,
y las muertes originadas superaron con creces las doscientas mil.
Una vez más España tuvo que arrastrar el san
Benito de algo que no fue en absoluto su responsabilidad; si es que
responsabilidad se puede pedir en el desarrollo de una epidemia tan sumamente
letal como la denominada “Gripe Española”.
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