Del ocio de los ricos y poderosos a las vacaciones
pagadas de los obreros, el río de la Historia ha corrido durante muchos siglos.
No vamos a analizar tanto esa difusión del ocio, como la evolución de las vacaciones,
en una panorámica multicolor llena de toques pintorescos, en consonancia con la
canícula.
El ciudadano romano fue poco trabajador. En Roma
los que más trabajaban eran los esclavos. Los cives romani se echaban a
temblar ante cualquier tipo de esfuerzo físico o intelectual. Estos privilegiados
son lo que pueden concederse y se concedían, un descanso periódico o de ocio compatible
con sus intereses de propietarios rurales que iban a sus propiedades a vigilar
las tareas de recolección.
Lo que pudiéramos denominar vacaciones de los optimates
de Roma solían durar de tres a seis
meses al año , y sus lugares predilectos eran las playas. Desde Ostia hasta el
golfo de Nápoles. Se dedicaban a la pesca, siempre que esta no entrañara incomodidades
excesivas; y sobre todo a la natación.
En contra de lo que se cree el bikini es una
prenda secular, ya usada por las damas romana tal como se atestigua por frescos
y mosaicos.
La vida veraniega tenía un carácter marcadamente
mundano. Era una vida disipada y sensual. Era costumbre hacer excursiones en
barca con diez remeros y orquestas. A bordo de ellas eran frecuentes los sexparties
precedidos de opíparos banquetes y generosas libaciones.
El centro de la vida social más brillante era Baia,
en las inmediaciones de Nápoles. A lo largo de cinco siglos fue el lugar de
recreo más famoso y solicitado del mundo antiguo. Su balneario era prestigioso
y riquísimo en aguas medicinales que, a decir de los médicos de la época,
curaban numerosas enfermedades.
El prestigio de Baia perduró durante generaciones.
Bocaccio advertía en el siglo XIV, de lo peligrosa que resultaba para una mujer
honesta la estancia en aquel lugar de dulces y sensuales atractivos.
Con la caída del Imperio Romano se abre un largo paréntesis
en la historia de las vacaciones, que no se cerraría hasta el siglo XIX.
La vida de un hombre de la Edad Media o de la Edad
Moderna, comparada con la de un patricio de la Roma Imperial, era de una
estrechez angustiosa. Sólo se mantuvo, y eso de manera muy selectiva, la tradición
termal. No debemos olvidar que hasta hace muy pocos decenios, en Europa sólo se
concebían los baños como complemento para el mantenimiento de la salud. Durante
muchos siglos el lavarse pareció llevar implícita la idea del pecado.
La suciedad por mor de una moralidad extrema estaba
generalizada en todas las clases sociales.
En el siglo XIX, en Francia, nace la prosperidad industrial
y con ella una nueva clase dirigente, la de la gente negocios. Los nuevos ricos
burgueses siguen los pasos de la aristocracia, encarnación del lujo y la
opulencia y la buena vida.
El gran balneario del siglo XIX fue Baden-Baden, en
Alemania, cuya vida fastuosa se hizo famosa en el mundo entero. Se hablaba
mucho menos de las cualidades terapéuticas de las aguas, que de las damas elegantes
y libertinas que lo frecuentaban; de los grandes jugadores dispuestos a perder,
impávido y despectivos, auténticas fortunas.
La medicina era lo de menos en el balneario alemán.
En España las villas de aguas termales son de procedencia
romana, y tuvieron su siglo de oro a lo largo del XIX, entrando en
declive a lo largo del XX. Sin embargo, no influyeron demasiado en la vida
mundana, pues era frecuentados por verdaderos enfermos, y eran tremendamente
aburridos.
Desde mucho antes de que inventaron las vacaciones
en el sentido moderno, cuando los rigores del estío se hacían notar, las gentes
se bañaban en los ríos, en las balsas, y en el mar si estaba cerca. La mayoría
de los bañistas prescindían de la ropa. En pleno siglo XVI la ciudad de Paris
tuvo que adoptar medidas drásticas contra quienes se bañaban desnudos en
público. Entre 1780 y 1790 ya estaban abiertos numerosos establecimientos a
orillas del Sena donde se podían alquilar trajes de baño.
La clase media española quedaba naturalmente
excluida del veraneo de los centros estivales de más lujo, aunque en muchos
casos, por el estúpido afán de imitación, algunas familias hacían inauditos
esfuerzos para presumir con los vecinos. Pero, lo general era acudir a las
playas más baratas y próximas. Sin embargo, esto estaba limitado a unos pocos
afortunados; la mayoría del pueblo no veraneaba.
Hubo que esperar hasta los años treinta del siglo XX
para que se utilizaran en Madrid los primeros trenes del Mediterráneo, los célebres
trenes botijo, jaraneros, inmensamente calurosos y lentos que llevaban a
los viajeros a las playas de Alicante.
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