La “cascarilla”
corteza peruana o quina, es uno de tantos remedios vegetales indianos
procedente de la acción civilizadora y colonizadora que España llevó a cabo
desde el siglo XV en tierras de América.
La historia de los primeros antipalúdicos que llegó
a constituir un arma eficaz contra la Malaria,
va estrechamente vinculada a una egregia dama, a una virreina de España,
sevillana, que en el siglo XVII acompañara a su marido. De generación en
generación, quina, y condesa de Chinchón van unidas.
Tres son las fechas que se barajan sobre la
utilización eficaz de la Quina. El
padre Rubén Vargas, afirma que la curación de doña Francisca con la cascarilla peruana debió ocurrir entre
abril o mayo de 1629. Opinión que comparte Alonso Cortés.
Otros estudiosos de los episodios palúdicos sitúan
esa fecha en 1634 y en 1638, aunque de ninguna de ellas puede afirmarse con
rotundidad que sea la cierta.
Un hecho que desconcierta es que el prolífico “Diario de Lima” que no da referencias
claras del hecho de la enfermedad de la condesa, como tampoco de su curación.
Sólo cabe basarse, aunque con reservas, en los testimonios de Badó, médico del cardenal
de Lugo; y de Pedro Barba protomédico real. Ellos recogen el suceso, y cabe
admitir la fecha de 1638 como la del tratamiento de la condesa de Chinchón con la cascarilla peruana.
No obstante, la revelación de las virtudes terapéuticas
fue hecha a los misioneros jesuitas españoles ocho años antes, y estos enviaron
cortezas a España.
Aceptada la fecha de su aplicación a la enferma, las
opiniones sobre la forma y circunstancias que concurrieron en la aplicación de
remedio.
Resulta difícil admitir que el tratamiento de tal
responsabilidad, por la paciente y por la novedad se confiara a gentes ajenas a
la profesión médica. Máxime cuando el conde de Chinchón se caracterizó por sus
sabias disposiciones llamadas a poner orden en la caótica situación del ejercicio
profesional, limitando las atribuciones de curanderos, romancistas y barberos.
Teniendo, además, su médico real.
No es fácil aceptar la intromisión en el palacio virreinal
de personas sin título facultativo, el famoso y legendario corregidor de Loja. Por ello es lógico aceptar que quien intervino
en la cuestión fue el doctor Vega, medico real, que, como es natural,
procuraría saber qué iba a administrar, y que garantías le ofrecía el precioso
vegetal.
Los jesuitas, aparte del importante papel de
conocedores del arcano gracias a la labor misionera y evangelizadora y la no
menos importante de introductores de la cascarilla
peruana en la metrópoli, quizá pudieron sugerir el tratamiento en el
palacio virreinal, donde tenían influencias por su cometido habitual de
confesores y asesores.
Lo que parece absurdo es que un corregidor de una
comarca leja fuera quien experimentara en los hospitales y curara a la dama
enferma. Maxime cuando en Lima existía en ese tiempo Facultad de Medicina.
No cabe duda del conocimiento que corregimientos
enclavados en zonas de quinas tuvieran de las virtudes terapéuticas de la cascarilla; pero, resulta poco asumible
que ello pueda relacionarse con un tratamiento vinculado al primitivo
conocimiento de la quina.
Los jesuitas, como transmisores cerca del virrey de
la revelación, poseedores de alguna experiencia propia y ajena, y los médicos
de los hospitales de Lima confirmando por orden del protomédico aquella,
justifican la intervención de la única persona capaz de asumir la responsabilidad
del tratamiento: el doctor Juan de la Vega, protomédico del Reino del Perú.
Pero, pudo ocurrir esto otro.
Consuelito, la doncella de doña Francisca, se
acercó.
- Mi Señor, a
mí me gustaría poder ayudar a sanar a la Señora.
- Gracias,
Consuelito, lo único que puedes hacer es rezar a Dios como ella te ha enseñado.
- Usted
disculpe, mi Señor... pero en mi poblado, cuando alguien tiene esas fiebres, se
hace una cocción de una planta que llamamos quinina... y da muy buenos
resultados...
El virrey, apenas si le hizo caso.
Pero...
Una noche,
cuando todos se retiraron a descansar, la fiel Consuelito se deslizó hasta las
dependencias de la Señora, Portaba una jarrita de barro con una poción que
siempre habían usado sus antepasados para curar estas fiebres.
-
"Mamacita", aunque el señor médico y su esposo no quieren, yo le
traigo esto que le va a curar de su mal.
La suma
debilidad a que había llegado la Virreina no le permitía decir palabra, pero
con un leve movimiento de sus ojos animó a la india y bebió el contenido de la
jarra que le acercaba a los labios.
Durante las
noches siguientes se repitieron las dosis de la medicina que la sirvienta se
ocupaba de suministrarle a hurtadillas y los progresos en la salud de la Señora
ya no los podía justificar el galeno por sus "milagrosas" cataplasmas
que la enferma se había negado a soportar.
Fue ella
misma quien se encargó de comunicar a su esposo la causa de su mejoría y a
partir de ese momento se le empezó a suministrar en dosis y cadencias más
adecuadas, de acuerdo con los hábitos curativos de los nativos. Los resultados
fueron espectaculares: la Virreina se recuperó en pocas semanas y su esposo se
pudo ocupar de sus obligaciones oficiales.
Como en tantos episodios de la historia, cada uno
se quedará con la versión que más le convenza.
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