Todas las potencias coloniales
han sufrido un trauma al perder sus posesiones. La gravedad y las consecuencias
de un trauma dependen no solo de la fuerza de la violencia exterior, sino de la
resistencia y grado de salud del organismo que lo recibe; en nuestro caso, del
organismo social. En general, no cabe duda de que algunos países como Holanda, Bélgica,
o Francia han encajado bien el golpe de la perdida de sus colonias, en general
más ricas e importantes que las de España.
Para nadie es un secreto que los
citados países son Estados de bien cimentada constitución política,
económicamente vigorosos y donde los problemas sociales están encauzados. El
caso de Francia es parejo, aunque a la situación de postguerra haya que añadir
dos largas contiendas- Indochina y Argelia- y la perdida de territorios tan
estrechamente vinculado a la metrópoli como era esta última.
Cierto es que en tal trance naufragó
la IV República, y advino al V; pero, fue un precio bajo ya que, con ello,
quizá se evitó un enfrentamiento en la metrópoli.
El caso de España en el 98 es muy
distinto. Al margen de otras consideraciones, hay que tener en cuenta que los
tiempos no eran los mismos, España, pierde sus colonias en un momento de pleno
auge del colonialismo; lo países antes mencionados, las pierden en una época de
crisis del sistema que desembocará de inmediato en una liquidación casi total.
En tales condiciones, los efectos no podían ser iguales.
Sin embargo, existe una indudable
tendencia a la dramatización en nuestro país, así como una garrulería
desbordada y un arsenal de retórica trasnochada, prácticamente inagotable y de
efectos seguros.
Dice Melchor Fernández Almagro “para
bien o para mal, el pueblo español es harto impresionable, y de la ciega
exaltación, cayó en un abatimiento que le permitió al gobierno lanzar los
cables que estimase oportuno a la cancillería de Washington en la seguridad de
que todos experimentarían una sensación de alivio con el cese de la costosa e inútil
sangría”.
Otro historiador Raymond Carr
escribe acerca del desastre del 98:
“La perdida de la mayor parte
del imperio americano en los años veinte no había dejado huella psicológica,
pues se perdió durante una guerra civil de los españoles metropolitanos contra
los españoles coloniales. Cuba fue arrancada a España por la derrota a manos de
una potencia extranjera a la que la prensa había enseñado a despreciar como una
nación de vulgares tocineros.
La destrucción pública de la
imagen de España como gran potencia convirtió la derrota en un desastre moral.
La derrota acabó con la confianza ya minada por la depresión económica y por la
confusión política, y fue atribuida al sistema político que había presidido el
desastre. Tal imputación era injusta porque ningún sistema político podía
salvar los últimos residuos de imperio colonial de una potencia de segunda
categoría”
Hay que añadir, para explicar el espíritu
del 98, que Cuba era una colonia muy vinculada a España, muchísimo más que
cualquier otro territorio continental americano. Y también que el desastre,
además de las dos derrotas navales espectaculares de Santiago y Cavite, tuvo
una lamentable consecuencia: el ejército de 200.000 hombres que luchó en Cuba
sufrió en combate, o de resultas de heridas de guerra, unas bajas relativamente
reducidas. Sin embargo, las muertes provocadas por la fiebre amarilla y otras
enfermedades llegaron a las sesenta mil. A estas cifras habría que añadir la de
casi diez mil heridos que lograron sobrevivir al desastre.
La imagen de aquellos hombres famélicos y enfermos, que regresaron a la metrópoli, fue, quizás, una de las
razones por las que el impacto de la derrota en la sociedad española fue muy
superior al producido en los conflictos originados en las otras colonias, y que
también ser perdieron.
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